Génesis Santos está acostumbrada a ver la muerte. Desde hace tres años, su labor en el Instituto Nacional de Ciencias Forenses (Inacif) consiste en documentarla: fotografía cadáveres, detalla heridas, rastrea marcas que expliquen por qué un cuerpo dejó de vivir. Pero esta vez fue distinto.
“Después de que pasen varios días voy a necesitar un psicólogo o un terapeuta”, dice con voz temblorosa. “También trabajé en la explosión de San Cristóbal, y esto no se asemeja. Fue un impacto muy duro, al menos para mí”.
Tenía apenas 26 años y era la única fotógrafa forense activa del instituto cuando, la madrugada del 8 de abril, el techo de la discoteca Jet Set colapsó sobre cientos de personas. Murieron 225.
Génesis se sumó al equipo que enfrentó lo impensable: realizar 225 autopsias en menos de 48 horas. Lo hicieron por una razón: que las familias pudieran despedirse de sus muertos.
Las jornadas superaban las 18 horas. Dormía a ratos, salía pasada la medianoche, volvía al amanecer. Hasta que, al tercer día, su cuerpo y su alma colapsaron.
“Me puse a llorar al ver tantas muertes, tantos familiares desesperados. La presión de querer entregarles a sus seres queridos… fue muy fuerte. Nunca en mi vida había visto algo así”.
Los cadáveres llegaban uno tras otro. Muchos estaban mutilados, con golpes severos en la cabeza. La mayoría murió al instante. Lo confirmó después el ministro de Salud: trauma craneoencefálico severo, incompatible con la vida.
Génesis estaba ahí. Documentando. Archivo tras archivo. Imagen tras imagen. Pero esta vez no era solo ciencia. Era también desgarro.
“En San Cristóbal eran osamentas. Cadáveres ya descompuestos. Esta vez eran personas. Cuerpos que todavía parecían tener alma”.
Mientras tanto, su hija de dos años preguntaba por ella. “¿Dónde está mi mamá?”, decía a su tía. Génesis no podía responder. No podía verla. Su pequeña también tuvo que sacrificar a su madre por una tragedia que no entendía.
“Yo soy pequeña, así que me pusieron un banquito para alcanzar la mesa mientras hacíamos las autopsias. Las hacíamos de cinco en cinco”, recuerda.
A pesar del agotamiento, aún tenía fuerzas para ayudar a los familiares que preguntaban si su ser querido estaba allí. “Yo les decía: ‘Sí, está aquí. Venga a hacer los trámites’”.
También agradece a quienes llevaron comida al equipo forense. “Gracias a ellos no pasamos hambre. En esos días, hasta comer parecía un lujo”.
Ahora que el proceso terminó, Génesis respira con algo de alivio. “Solo queda entregar los cuerpos, para que cada doliente pueda dar el último adiós”.
Dice que necesita terapia. Que va a descansar. Pero que volverá. Porque su trabajo, aunque sombrío, es indispensable. Porque alguien tiene que darle nombre y dignidad a los muertos.
Pero esta vez, lo sabe: algo en ella también murió.